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jueves, 25 de febrero de 2010

mis gitanos verdes, después del verano

Ya levanta el verano sus ligeros manteles, y el otoño, sin alzar aun la voz, lo está viendo alejarse: cómo mueve sus verdes parasoles, como arrastra –soberbio- su cola de pavo real y pedrería. Nada ha cambiado en apariencia, pero el otoño hará sonar su música, inevitablemente, una canción que no tiene retorno. Tendremos que ir cerrando las ventanas.

Yo me pregunto, como si mi corazón no fuera mío ¿qué será de aquella locura sonora, de aquel atrevimiento? ¿Quién asegura que no ha cambiado nada? Floreció y marchitó la flor más dulce, pasó el violento rapto que no podía durar, la plenitud vehemente hecha para un solo día…
Antes teníamos coraje: las inseguridades y la impaciencia nos punzaban, y tomábamos medidas oportunas para no perder lo aun no perdido.
Será que los castillos inexpugnables han sido, ya, expugnados; los acompañantes insustituibles han sido sustituidos; todos los amores inolvidables, olvidados… ¿olvidados?...
No, si no que fuimos embozando los largos filos que nos ensangrentaban.
¿Es que somos más fuertes? No, acaso, simplemente somos más nuestros y hemos ido cerrando las ventanas. O es, acaso, que comenzamos a ser cada vez menos, y volvemos la mirada hacia dentro.
La sangre se nos hace perezosa. Y el llanto…

Los solitarios ¿qué esperan del otoño? Quizá el atardecer –esa es nuestra hora- , las frías llamaradas del sol que se deja caer sin resistirse, sin asirse a las copas de los árboles, a los tejados, a las familiares fachadas delante de las cuales esperamos el milagro.
El sol está cansado, lo mismo que nosotros. Se abandona en brazos de la noche anticipada. ¿Qué pueden esperar los solitarios? ¿Habrá acabado todo? Sin embargo, quedan cosas..., no es que las cosas mueran, es que nosotros nos hemos ido de ellas, como se va el río.
Somos nosotros los que no volvemos.

La canción de los otoños no tiene estribillo.

De ahora en adelante los invitados al jardín, serán cada vez menos. Entrarán más despacio, hablarán en voz baja. Se oirá más apagado el cantar de la fuente, e irán enmudeciendo lentamente los grillos. Se acortará la luz, se ensancharán las sombras. Camino del solsticio, muy perezosamente, como la sangre.
La oscuridad se obstinará en los rincones. La soledad sonreirá.

Hay una edad en la que todo es verano, y otra en la que el otoño -el otoño es también la armonía del mundo- se instala como un rey, incomprensible y evidente, dentro del corazón. No es un usurpador, ni un tirano, ha llegado su hora y nos gobierna sin urgencias, ni apuros. Nos invita a recomenzar cerrando las puertas por las que entraron las intemperies.
Todo está bien. El mundo sigue siendo hermoso…y está ahí... está ahí… y es otoño… cuando lucen más todos los colores.

2 comentarios:

  1. Antonio Izurdaraín2 de marzo de 2010, 1:04

    Me tocó por mucho este capitulo de tu blog. Tengo como la sensación de estar revisando alguna parte de mi vida. Hay cierta moderada angustia que se me revela leyéndolo. Eso de "por donde entraron las intemperies" me deja temblando.
    Un cariño

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  2. Gracias Antonio, muy generoso tu comentario.

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