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miércoles, 24 de febrero de 2010

mis gitanos verdes, reflexiones de NocheVieja

Cumple uno a uno los exigentes ritos de la Nochevieja. Come las doce uvas de una a una con cada campanada de la medianoche. Toca la madera que lo protegerá de los males, se pone algo rosa para provocar la llegada del amor. Ha de recibir el año con el pie izquierdo en alto, para entrar a él con el pie derecho; ha de tocar tierra nomás comenzado, porque –como dice su pueblo- préstamo y pertenencia suya somos. Por si deseara, luego, un año viajero, ha dispuesto la maleta junto a la puerta. Antes de llenar las copas, devuelve al suelo el primer sorbo desde la botella, como gratitud y sacrificio, y en su copa ha puesto un objeto de oro que llamará a la buena suerte.

Ha cumplido todas las rúbricas paganas, sonriéndole al Cristo de sus gitanos, y ante otros dioses que no aceptan sus ofrendas, ni las ceden. El sincretismo muerde su fe con ahínco.
Todo esto lo ha hecho rodeado de amigos, congratulándose por estar allí, consciente de que la mayor reputación de esa fiesta es que quien está solo no la celebra, y quien la celebra se esfuerza porque nadie esté solo.
En resumen, se ha hecho todo cuanto se debe hacer, y el individuo metafísico que le habita, respira más sereno. Sin embargo, el hombre está tan solo. Al fin ¿de qué se trata todo esto?
¿De emborracharse, comer y tal vez, incluso, cantar para no recordar. Asegurar que los años pares son mejores que los impares, o viceversa. De dormir, después de todo esto, hasta el siguiente mediodía o hasta que se esté verdaderamente despierto. De enlazar en tal noche memoria y profecía, acaso de regocijarse porque acabó un año bisiesto y se promueve una esperanza?. Tal vez es mucho más.
Es la necesidad de olvidar al hombre que se come las doce uvas interiormente solo, en la mitad de la noche, olvidar que es un niño con miedo, trasteando por dejar de sentirlo. Olvidar el frágil espejo de esa compañía momentánea de una nochevieja, y desear que quien lo acompaña también lo haga.
Olvidar que no es el vino, ni las uvas, ni el pan dulce, sino la soledad lo que atraganta; y reconocer que ella es la causa de que en ésta, o en cualquier otra noche, cuando no se comparte, las emociones indigestan.
De tratar de mutar la idea y asegurarse que habrá otra oportunidad, aun sabiendo de antemano que la felicidad es una racha, un sobrecogimiento, algo que nos corta la respiración por un momento, y que cuando volvemos a respirar somos los mismos, los de siempre, es decir: humanos y vencidos.
A pesar de ello, el afán de celebrar persiste, y esa tierna locura de intercambiar deseos de felicidad eterna, al menos para el íntimo plazo de trescientos sesenta y cinco días. Cada año…cada día del año…hasta el próximo. Tierna locura en la que incurro cíclicamente, porque todos, de un modo u otro, somos ritualistas.

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